Sabemos que Netflix, fiel a interesar a todos los mercados imaginables, suele incluir en sus estrenos algún film o documental que debido a sus galardones, les interesa para mantener a su público cautivo. En este caso, un documental con estructura de película corta (dura 22 minutos) que se llama “Tres canciones para Benazir”. Fue dirigida por Elizabeth y Gulistan Mirzaei, y competirá por el Oscar a mejor cortometraje en el 2022.
Benazir es una joven afgana que vive con Shaista en un campo de refugiados en Kabul. Él le canta canciones que la hacen reír y gozar de la intimidad de ellos dos, en el momento en que ella está embarazada. Son 22 minutos acompañando a esta pareja que habita un sitio invisible. Porque ese es el destino de muchos de los desplazados, que construyen sus propias casas de ladrillo y estuco, creando una especie de ciudad periférica de los desclasados.
Algo peor aún que las villas de los alrededores de las grandes ciudades argentinas. Sin luz ni agua ni gas; sin las necesidades mínimas satisfechas, esta pareja nos muestra una cara de la humanidad que es vigilada desde el aire por un dirigible con cámaras de los EEUU y sus aliados. Un campo de concentración abierto. Se los “cuida” desde el aire a través de un ojo suspendido permanentemente y que como un vigía, los encierra en un lugar vacío.
Mientras esto transcurre, la cámara acompaña a Shaista en sus sueños, en sus diálogos con un padre muy típico de esa cultura; en sus intentos por incorporarse al ejército como un medio de obtener un sustento y una educación, lo cual es mal visto por su familia. Y al mismo tiempo están los talibanes que rodean Kabul y que a los desclasados los tienen amenazados para que no se vuelquen al enemigo. Una zona gris de vida que es paradojalmente de excelencia y de excrecencia.
Por último, la salida económica y social de cultivar las amapolas, fuente de los opioides que el resto del mundo consume y que trae algún dividendo a los pobres, esos que ni siquiera tienen el status de obreros, de proletarios. El opio de los pueblos, llamaba Marx a la religión. Metáfora que en el film se convierte en una inyección de somnífero en la vida del joven Shaista, lo cual lo apresa en otra cárcel, la de la adicción. Es un laberinto donde cada puerta conduce a otro circuito de clausura, vigilancia y control.
¿Eso es vida? Si… respondería Shaista y Benazir, porque se tienen uno al otro, se sostienen con nada, a pesar de la reclusión de Shaista en un centro para adictos. Nacen los niños, comen, beben agua, se visten con restos de ropas, y aún así, sostienen una especie de dignidad a toda prueba. El hombre es el lobo del hombre. Acá estamos en un estadio previo, donde el desplazado, el refugiado, el que no es un inmigrante, aún resiste entre dos estados que luchan entre sí, uno para disciplinar al otro. Vida al desnudo.
Al lado de cientos de producciones de entretenimiento, este cortometraje se inserta en medio del gigante de la N como un territorio anómalo: entre los superhéroes, las parodias y los ideales de nuestra sociedad hiper-conectada, adicta al opio de la religión del dinero. Es imperioso ver este film, no para pretender sensibilizar ni generar piedad por los desclasados (des-calzados) ni señalarlos como ejemplo de nada, sino para experimentar el corte en el párpado que el cine de vez en cuando nos hace ver más de lo invisible.
M.B.