Con las actuaciones estelares de Anthony Hopkins y Olivia Coleman, Florian Zeller realiza su última película franco-británica, reuniendo todos los elementos “psi” y así superando la mirada crítica de nuestro especialista Mario Betteo.
Un interesante desafío es el de llevar a “El Padre” al Diván del cine, porque la obra de teatro de Florian Zeller, vuelta a escribir con Christopher Hampton y convertida en un film ópera prima de Zeller “The Father” (2020), tiene todos los elementos y matices “psi” como para acomodarse muy fácilmente en el diván. Sin embargo, vale la pena hacer algunas consideraciones al respecto.
Zeller hace, de la figura de un padre, un rompecabezas ingenioso y que funciona como un reloj (objeto clave dentro del film) a la hora de hacer que el público se pierda en el laberinto de las identificaciones, las sustituciones, los espejos, el misterio de cuál es el hilo de la historia, el drama que implica hablar de demencia o de Alzheimer. Un padre da para eso y mucho más, porque a fin de cuentas, un padre es un título (como se dice de un grado militar o título universitario) que difícilmente se puede perder (salvo que la ley intervenga).
Anthony es un hombre que vive en un departamento elegante sin ser ostentoso, solo, pero que enseguida advertimos que alguien, su hija Anne, también comparte el lugar, con o sin un esposo, con o sin una asistente para Anthony, y que van intercambiándose los rostros, para asumir distintas presentaciones que van confundiendo a Anthony y al mismo tiempo él se confunde solo. Sus olvidos son una trampa inmejorable a la hora de identificar una enfermedad. Si el reloj no está en su muñeca es porque alguien se lo robó, y cuando se lo encuentran, dirá que eso confirma que el otro sabe dónde está escondido. Lógica implacable a la hora de tropezarse con una falta.
Todos están a su alrededor porque él es el padre de Anne y de otra hija llamada Lucy. “¿Dónde está Lucy?” es una pregunta que frecuentemente el padre enuncia incluso con desesperación. Es la pregunta fundamental. Porque falta, no lo visita, él no sabe por qué aunque presume su razón; es un cuadro que está en la pared pero que un día ya no está más. Ese ejercicio de sustracción, va a ser un recurso que el director tuvo que resolver a la hora de ambientar las escenas, la de los despojamientos. Despojamientos que también serán deshojamientos, así lo expresa Anthony cuando empieza a hablar de él mismo. Porque para él, y para nosotros, todos son y no son, mientras que de él, efectivamente sabemos que es él, no nos da ninguna duda.
Lo que sucede es que el espejo no funciona igual para él como sí funciona para los que lo cuidan y lo rodean exasperantemente desesperados. Al espectador, a nosotros, se nos hace formar parte de la familia, porque Anthony tiene un problema que no puede resolver solo: el de poder encontrar un agujero que no lo lleve a otro tiempo o espacio. Es de esta manera que el director nos obliga a mantenernos enclaustrados en el departamento con él, sufriendo lo que él sufre. Ese es el éxito taquillero de la película.
Hay un detalle que es fundamental para cualquier época de la vida humana: el rostro, la cara, esa parte del cuerpo que es más singular que cualquier otra parte corporal y que ha servido para estabilizar las identidades. No nos olvidemos, por ejemplo, que la historia de la fotografía deja constancia que fue la cara, el retrato, lo que más capturó a los primeros fotógrafos (hizo que desaparecieran los retratos pintados) y que el Estado adoptó inmediatamente como forma de fichaje para sus ciudadanos.
Ese régimen de identidad llegó inalterado hasta fines del siglo XX, cuando el fichaje electrónico de las huellas digitales y de la retina y otras prácticas de identificación de marcas en la cara, hace popular y da bienvenida la identificación para que no haya engaño posible. Para eso, habrá una posible foto de Anthony, pero no una foto del padre. El padre no se refleja en el espejo, sino bajo la forma de un espejo que hable, que lo nombre como padre. El padre como nombre que luego dará nombre.
¿Es el padre el que está demente o es Anthony? ¿De qué demencia se trata? ¿No sucede que en varios momentos del film no estamos seguros si lo que él dice de los demás no es más ajustado y lógico que lo que ellos quieren que él piense? ¿Quién era Lucy para que su falta sea tan llamativa y que no haya persona que diga qué le pasó, salvo una mujer que es ajena a la familia? El padre fastidia, molesta, porque es el nombre de la culpa. Todos los que quieren deshacerse de él, es porque lo aman. Es debido a ese factor crucial que las enfermeras y los médicos lo atienden diligentemente, porque no lo aman, sino que es parte de su trabajo. No están en una imaginada deuda con él.
Estas son solo algunas filigranas preliminares como para iluminar, con una luz más rasante (ese tipo de luz que permite apreciar mejor los relieves y los volúmenes) el escenario del padre. Una sugerencia: tomar una prudente distancia de la estelar actuación de Anthony Hopkins y de la siempre encantadora Olivia Coleman, para no dejarse encandilar por la teatral pérdida de lucidez de un padre. Hoy sabemos que Florian Zeller está terminando de realizar su segundo film, que se llama justamente “El Hijo”. Habrá que esperar qué nace de él.
Crítica: Mario Betteo
Edición Periodística: Andrea Reyes