En esta nueva producción, Gaspar Noé hace una suerte de torsión en su trayectoria, aunque no abandona su estilo. “Vortex” es una historia simple, pero no por eso pacífica. En esta nota, analizamos la película desde una mirada crítica enfocada en el psicoanálisis: imperdible por su análisis y su profundidad. Edición periodística: Andrea Reyes
“Para todos aquellos que se les descompone el cerebro antes que el corazón”, es la frase que Gaspar Noé nos entrega para que sepamos a quiénes les dedica su última película. Este realizador argentino radicado en París hace más de 30 años, con una producción extensa, intensa, brutal en ciertos momentos, irreverente y con cierto humor escondido entre los fotogramas, realiza ahora una suerte de torsión en su trayectoria, sin abandonar su estilo. Por algo se llama “Vortex”. Un fenómeno físico que se emparienta con los tornados, con los remolinos en el agua que succionan todo lo que encuentran en su camino. Lo que todos los días producimos cuando tiramos la cadena del inodoro.
La historia que muestra es simple pero no por eso tranquila, pacífica. Un matrimonio de avanzada edad viven juntos en un abigarrado y laberíntico departamento, que los guarece del exterior, plagado de libros, cuadros, papeles y notas desparramadas, máquinas de escribir junto con computadoras, pantallas y cocinas inundadas de platos y cubiertos que requieren ser lavados. Ella (Françoise Lebrun) es una psiquiatra que ya no ejerce pero que sigue dedicada a la administración de medicamentos, para ella misma, ya que sufre de un Alzheimer avanzado; él (Darío Argento), es un cineasta que sigue ocupándose del cine a través de sus críticas y un proyecto en marcha de escribir un libro acerca del sueño y el cine. Así como ella está afectada por una desarmonía de sus pensamientos, él sufre una notoria disminución en la respiración. Tienen un hijo Alphonse, que ha debido ser internado tiempo atrás por consumo desenfrenado de drogas, que vive con su pequeño hijo Kiki.
El film está íntegramente filmado con dos cámaras que dividen la pantalla en dos: en el lado izquierdo vive él y ella en el derecho. “Juntos pero separados” al decir de Gaspar Noé. Acompañar a este matrimonio es entrar en el vortex de la vida cotidiana, del deambular de ella por la casa buscando vaya a saber qué, saliendo a hacer compras en negocios tan laberínticos como su casa, detrás de una idea o de un objeto que nunca encuentra. Él se nos presenta como lúcido, hablando en un balbuceante francés y mientras está enredado en sus escritos, también está enredado con una mujer que él llama por teléfono, su amor desesperado. El hombre tiene el corazón dividido. La mujer tiene la cabeza dividida, entre los momentos en que no encuentra salida silencioso huracán de sus pensamientos y otros momentos en que se la ve decidida a acabar con todo y con todos. Un cuadro que llamaríamos: la “desolación”.
Noé tiene la extraña virtud de hacernos ver lo que no queremos ver. Sabe que el ojo es caníbal. Mientras que los objetos que rodean al matrimonio y que son las marcas de la historia resultan imperturbables, hombre y mujer van siendo tragados por el remolino que succiona sin descanso. Él se encuentra queriendo y no queriendo asistir a su esposa, prometiendo ocuparse de ella pero a medias, y ella empujando hacia la muerte todo lo que entre ellos tiene color de novedad, de ocurrencia, de gracia, de festejo. La impotencia del hijo para “darles una mano” es porque entre él y ellos ya se estableció una distancia imposible de reducir dentro del vortex.
Las preciosas operaciones cinematográficas de Gaspar Noé están por momentos teñidas de un fuerte arraigo en las bellas artes posiblemente herencia de su padre, Yuyo Noé, artista plástico de los más renombrados del siglo XX que aún pinta y expone. La vida familiar de Gaspar Noé también contribuyó a hincar el diente en este film realista y plagado de cierta nostalgia por el siglo pasado. Uno de los afiches promocionales es de admirable factura que evoca una extraña escultura/pintura de algún Bernini.
“La vida es una fiesta muy corta que rápidamente es olvidada”, es otra frase que Noé nos pone por delante para que no nos hagamos ilusiones. ¿La vida es un sueño dentro de un sueño, como decía E.A. Poe? ¿El cine es un sueño dentro de un sueño? Diríamos que el cine y los sueños no se llevan bien, porque la experiencia onírica, tiene una textura, una real apariencia de ficción, de locura a veces, de disparate, que todos los intentos que hubo en el campo del cine para transportar al sueño a la pantalla han fracasado y seguirán fracasando. Desde A. Pabst, A. Hitchcock, Disney con ayuda de Dalí, David Lynch, y muchos más, no hay técnica que replique de manera creíble, el fenómeno del sueño, de lo onírico. Porque si hay algo que es una producción con todas las letras es el sueño que concentra en un mismo objeto al director, al guionista, al editor y a los actores. Por más que sean imágenes y relatos de esas imágenes, el cine es colectivo, apto para los ojos; el sueño es totalmente privado, de cada quien, un acontecimiento “visual” al que somos invitados ocasionalmente a asistir, sometidos a él como espectadores-productores de un deseo.
El desamparo en que va a caer el hijo ante lo inevitable, resulta el momento más conmovedor y doloroso, simplemente porque solamente los vivos sentimos, nos duele el cuerpo y el alma, nos angustiamos y lloramos. Tal vez debido a eso es que Noé nos invita a compartir que la vejez es una locura. El terror y la conmoción emotiva que por momentos se comparte en partes iguales, va cediendo lugar a las luces que de a poco se van apagando: él, atrasando cómo puede el final, y ella apresurando la conclusión.
Gaspar Noé va a ir vaciando todos los objetos que se han ido acumulando, que conmemoraban, como si fuesen estatuas, la carencia de algo que debería estar allí, para detener lo imposible que es el vortex de la vida.