Gauguin, Viaje a Tahití. Crítica por Santiago Pagano

En el año 1891, Paul Gauguin, desencantado con su pintura, emprende un viaje a Tahití, una de las islas que componen a la Polinesia Francesa, para poder reencontrarse con la inspiración artística, abandonando a su mujer y a sus hijos en Paris.

La aventura del artista plástico por el archipiélago oceánico pasa por muchísimos estadios: ama, odia, enseña, se reinventa, agoniza y abandona. Situaciones típicas en la historia de un hombre sumergiéndose en lo desconocido.

Edouard Deluc, con muy buen tino, elige centrar su film, casi en su totalidad, en el periplo francopolinesio del pintor. No hay demasiado de su vida anterior, más que una introducción que deja muy en claro que la carrera de Gauguin estaba estancada tanto creativa como económicamente. 

Casi toda la imagen viene acompañada del protagonista haciendo una narración en primera persona, casi siempre hablando de sus sentimientos, que queda sin efecto gracias a la gran actuación de Vincent Cassel como Gauguin.

La banda sonora y la fotografía van en tándem. El film tiene cuatro piezas incidentales que acompañan a la película y funcionan para ilustrar las distintas situaciones que tiene que pasar el pintor. 

Finalmente, el paralelismo que presenta al cerca de terminar es poéticamente interesante. La idea del alumno superando al maestro, pero no por ser mejor que él, sino porque trabaja para darle al cliente lo que quiere y no por una inquietud artística, está muy bien mostrada, y, en definitiva, será esta situación la que lo termine de hundir.

Gauguin, viaje a Tahití termina teniendo, en líneas generales, una historia interesante, bien montada, pero de dudosa ejecución. Los cambios que él sufre como personaje, y la situación del final anteriormente mencionada, terminan de convertirla en una película disfrutable.

 

 

 

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