“Funeral de Estado”, escrita y dirigida por Sergei Loznitsa, es un documental acerca de las exequias que se realizaron en la URSS ante la muerte de Joseph Stalin. Merece un espacio de análisis que puede ser directamente proporcional a la extensión y alcance político y colectivo del mismo y a la fabricación cinematográficamente hablando de este film.
Acerca de lo último, podemos escuchar lo que Loznitsa tiene para decirnos: que el material documental original tenía más de 40 horas de duración; que fue censurado por el gobierno ruso hasta 1988 a partir de 1956 que se produjo la des-estalinización de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS); que luego de eso, a nadie le interesó realmente ver lo que el archivo tenía para mostrar acerca de un testimonio de escala imperial; que participaron cerca de 200 camarógrafos repartidos por todo el territorio a la hora de registrar el velatorio y entierro de Stalin; que su equipo de trabajo integrado por el editor y montajista de sonido, además del trabajo de computación para estabilizar las imágenes, se realizaron en Rumania; que participaron en aquellos tiempos (9 de marzo) siete directores soviéticos; que hay tres fuentes de film en 35 mm, en blanco y negro, en color tal como estaba en los negativos y el film restaurado y coloreado. El resultado es de una espectacularidad y detalle muy pocas veces visto. No se puede más que aplaudir un acto de crítica sin otro instrumento que mostrar lo que fue registrado en ese momento.
Contextuemos un poco las cosas: Joseph Stalin muere de un accidente cerebrovascular, acelerado por una grave insuficiencia hepática, cirrótica producto del consumo de alcohol. Pero este diagnóstico, nunca fue totalmente confirmado y como es de imaginar, ha sido cuestionado y sospechado.
Es marzo de 1953, cuando momificado, es transportado a la sala de las columnas donde recibe la visita (si esto puede decirse acerca de un muerto) de jerarcas soviéticos, extranjeros (China, España comunista, los países bajo su tutela), de militares y personas de civil. Las masas de personas en las calles, los rostros casi de uno por uno, la contemplación, la reverencia, la música, el dolor; todos mirando un cadáver que al mismo tiempo los mira a cada uno. El cuerpo inmóvil se acompasa con una masa también inmóvil, un país paralizado literalmente y simultáneamente lo que se llama “un río de gente” que baña los pies del que fuera el “padre del comunismo soviético luego de la muerte de Lenin”. El río humano, las montañas de flores, el lago de personas que inunda las plazas de cada ciudad; todo eso, y más, hace que cada espectador goce de encontrar los detalles que muestra el film y que las dos horas y quince minutos queden convertidas en un texto a leer.
La muerte inmortaliza, eterniza, idealiza, memorabiliza, monumentaliza, y en este caso en particular, es donde se muestra en todo su espectacularidad. “El líder, el maestro, el mayor genio de la humanidad”, dice Molotov en su discurso. “Sus actos, sus glorias” coagulan esa figura de forma tal que hace impensable que ese cuerpo pueda alojar tanto amor y odio, veneración y desprecio, ya que estamos ante alguien que encarnó una forma de hacer la revolución que arrastró a todo un enorme territorio a sacrificios mortales inauditos, incalculables matanzas a campesinos, un régimen de burocracia política y exaltación del trabajo forzado (en varios sentidos) en la defensa del régimen frente a enemigos reales y otros construidos (no nos podemos hacer de la idea que Stalin muere nada más que 8 años luego de concluida la segunda guerra y la victoria sobre Hitler y el nazismo).
El cuerpo glorioso de Stalin sostenido por el discurso oficial y por la magnetizada audiencia, pone detrás de una cortina de hierro, a la sangre derramada, al ataque sin cuartel hacia cualquier disidencia del modelo leninista estalinista por parte de un Trotsky por ejemplo, asesinado por un militante stalinista.
Vemos cómo el féretro es trasladado al mausoleo de la Plaza Roja, cual si fuese una nave espacial que emprende su viaje al más allá (literalmente el ataúd rojo tiene una cápsula transparente que no podemos evitar imaginar como una cápsula del futuro Sputnik). Los discursos que escuchamos están teñidos de ese rojo, ya que exalta la gloria de haber liberado a los trabajadores de la explotación por parte de los opresores, de liberar a la humanidad de la guerra, de haber dado solución a la cuestión nacional al eliminar las hostilidades étnicas, de una sociedad sin desempleo, que ha logrado sacar a ese pueblo del atraso industrial apoyando un progresismo comunista hasta avanzar para conseguir el triunfo total de la causa leninista stalinista. Todo esto es dicho en esos momentos por los políticos que ocuparían el lugar vacío dejado por el líder.
Ahora no es sólo la mirada del líder la que agrupa a los presentes, sino se junta con la voz que anuncia la muerte y el futuro, una voz que desde los altoparlantes inunda el espacio civil. A eso lo llama Loznitsa, el poder magnetizador, hipnótico, diría Freud, de la identificación de los individuos con un líder, fenómeno amoroso que el psicoanálisis puso en evidencia al estudiar la psicología de las masas y el análisis del yo. El director los llama “animales de sacrificio” donde Stalin es una alegoría de toda la gente que en ese entonces tenía a un pequeño Stalin dentro, y que como los ratones que siguen la melodía del flautista, no advierten que van camino al precipicio. Loznitsa se atreve a decir en un diálogo posterior al estreno, que él ve en eso una “carencia de idea de ley y de persona”.
Loznitsa quiere acentuar cómo el silencio del pueblo ante el horror, que tiene un antecedente en “Boris Godunov” de Pushkin, cómo se explica que eso haya podido suceder. Por ello es que a él le interesa sobre todo filmar a la masa y no a Stalin, a los “creyentes” y no a “Dios”.
Un ejemplo desde nuestras tierras acerca de los efectos que produjo el ensamble de la religión con las aspiraciones nacionalistas, es el documental de Ernesto Ardito y Leopoldo Nacht, de 2011, titulado con toda ironía y buena maldad, “Nazión”. Allí se muestra, en la historia argentina, esa raíz de sionismo con “z” que lo acerca ferozmente con el nazismo y el nacionalismo fascista, el cual también encontramos en los gestos de Stalin apoyando la creación del estado de Israel, con el fin de impedir el expansionismo británico en Medio Oriente, dando una matriz de pseudo-socialismo, a un estado que aún hoy no ha sido capaz de escapar de conquistar territorios de pueblos que los anteceden. El rojo de la colonización es también un color de la bandera de la revolución. “¿Revoluzión?”
Crítica: Mario Betteo
Edición Periodística: Andrea Reyes