La segunda película del dúo integrado por Basovih Marinaro y Sofía Jallinsky, “Estertor”, plantea en tono de comedia negra la infernal intimidad entre abyectos crímenes de un agente de seguridad nacional y un conjunto de civiles. En esta nota, una mirada crítica desde el Psicoanálisis que propone Mario Betteo. Ya sucedió el estreno y proyección de la película “Estertor” de Bashovi Mariano y Sofía Jalinsky (2022), la cual causó impacto en la crítica y en el público. Su aparición en la pantalla coincide con un momento muy delicado de la historia de este país, porque el film en cuestión remite a otra etapa muy especial y plagada de luces y sombras, de mucho sabido y mucho no sabido, de la desesperación por la sangre derramada, la muerte de los comunes y de los ajenos.
“Estertor” remite a la enorme consecuencia que tuvo el inicio de la lucha armada revolucionaria allá por 1963 en Salta, y el renovado impulso que cobró un poco más adelante, lo cual hizo que un gobierno democrático hiciera uso del ejército para combatirla en 1973 (con sus enfrentamientos, sus oprobios, el surgimiento de grupos paramilitares, la desaparición de las personas) y completada la tarea durante un Golpe de Estado (1976). Nadie ha quedado invocado de esa sangre que salpicó a algunos de manera directa y a otros de manera indirecta. La injusticia del Estado (imperdonable) se contrapuso de la injusticia de los grupos armados que bregaban por tomar el poder político, sabiendo de antemano que esa lucha estaba perdida.
Y llegó la ansiada democracia y los juicios a las juntas y las amnistías y los juicios a los represores. Uno de ellos, un tal Dalmiro vive recluido en su casa en una prisión domiciliaria debido a que padece una enfermedad neurológica incurable que le impide moverse y hablar, pero sí escucha y come. Requiere atención permanente por parte de un equipo de enfermeros (un hombre y una mujer), una persona responsable del apartamento, una joven empleada doméstica y cocinera que se incorpora embarazada (ha ofrecido su útero a una amiga para que allí se geste el hijo debido a imposibilidad de gestar de la amiga). A este pequeño grupo se sumará luego un nieto de Dalmiro, quien entre otras cosas, es el encargado de pagar los servicios de enfermería.
La película tiene esa infernal intimidad donde habitan los abyectos crímenes de un agente de seguridad nacional que no respetó la ley y un conjunto de civiles que cumplen la función de “carceleros”. Uno de los elementos inquietantes es que los carceleros (subrayo que no sabemos en qué momento está ocurriendo, pero al no haber ni internet ni teléfonos celulares en el medio, da a entender que ocurre antes de 1990) están gobernados por la forma en que está planteada la situación.
El monstruo (algo cercano a El hombre elefante de David Lynch, o de alguna de las primeras películas de Gaspar Noé, o Frankenstein de Mary Shelley), esa figura también convoca toda una época. En este caso, además, funciona no solamente como un cuerpo decadente, enfermo de goce mortal, sino que sin querer ni proponérselo, provoca, suscita, causa que cada uno que convive con él vaya mostrando uno por uno, sus propias monstruosidades, sus prácticas, sus propios goces ocultos, solamente entrevistos que adornan sus vidas cotidianas.
Al respecto, una mujer explota al preso haciendo negocio con quienes quieren pagar por estar un turno de 10 minutos a solas con él y poder decirle todo lo que tiene dentro con el fin de hacerle doler con los recuerdos de sus actos aberrantes; otra que lo usa incluso como un consolador sexual; otro que se siente excitado por el hecho de que participe de la mesa con ellos y jugar con él; otro que encuentra con su abuelo chistoso que está mudo y que él lo imita. Incluso en otro momento, todos los cuidadores bailan al compás de un “escrache” que está sucediendo en la calle, que denuncia que en la cuadra vive un torturador. Una gran fiesta que disfraza la seriedad de las razones del escarnio público. ¿Cómo puede haber una satisfacción en el hacer sufrir? Nietzsche desarrolló la idea de que sin crueldad, no hay fiesta.
En particular, subrayo la escena en la cual lo sacan a Dalmiro de “paseo” (algo no permitido por a la ley) para aprovechar que es un jubilado y poder así conseguir descuento para asistir todos al cine. Esa salida fracasa, pero al sacarlo en el auto bajo una frazada, conjuga un recuerdo del pasado (torturador/ torturado) y cierto eco a un cuadro de Magritte que se llama “el terapeuta”, personificado en un hombre bajo una frazada pero algo abierta, por donde se ve que el cuerpo es una jaula con objetos.
Todos son un poco “lentos”, simples, a veces algo ordinarios, gozan disfrazando a Dalmiro de mujer y haciéndolo pasar como si fuera una tía de visita. Es un juguete vivo que abre la infantilidad de todos. Como si la sociedad fuera incluso una suciedad, vea por dónde se la vea. Nadie está a salvo. Es el mundo de la desidia y del aburrimiento, falta de interés por el pasado, que tiene ciertos ecos de esas películas de Lars von Thriers (los idiotas). Una ceremonia que se repite, en la cual está prohibida el derramamiento de sangre, hasta que finalmente el acto de la venganza tan evitada abre el nudo y pone al desnudo los oprobios compartidos. La venganza tan temida. La venganza dentro del mundo de los dioses griegos hacía de dique para que el mortal conservara la medida, y no intentara ocupar el lugar de los dioses. Si esto llegaba a suceder, el exceso, la “hybris”, la diosa de la venganza se encargaba del castigo pertinente. Luego fue la “Dike”, la justicia, la que pasó a ocupar esa función de regulación social.
La venganza puede ser una solución parcial, particular, muy limitada que no promete ser una solución colectiva. La venganza de alguna manera deschava (cuando es pública) o secreta, y en este contexto, puede aliviar el odio.
“Estertor” merece un debate más extenso, recorriendo con más detalle los pliegues de su narración y además, subrayando el lugar del ojo del espectador, voyeur privilegiado que sostiene toda la brutal farsa que a mi entender, no pretende ser ejemplo, sino una apertura a otro registro del horror.
Edición periodística: Andrea Reyes