La película “Martin Eden”, recién estrenada en las salas de cine, comprende un trabajo brillante de parte de su director, Pietro Marcello, al adaptar libremente la novela de Jack London; con lo cual, en esta nota, nuestro psicoanalista cinéfilo, Mario Betteo, realiza la tarea de desarmar y describir los aspectos narrativos y cinematográficos más significativos.
El “capo lavoro” que realiza Pietro Marcello al adaptar libremente la novela de Jack London “Martin Eden” (2019) y dirigir la película del mismo nombre, requiere desarmar y describir sus más significativos aspectos narrativos y cinematográficos. Un film que le pide al espectador una colaboración intelectual y emocional no habitual. Porque la novela, escrita en 1909, situada en Oakland, California, aunque mantiene Marcello el mismo nombre para el personaje encarnado por el intenso Luca Marinelli, ya quiere mostrarnos una relación al lenguaje que es casi un aspecto del personaje central. Los nombres no se traducen ni se cambian para acomodarse al medio ambiente. El nombre propio es una marca sin sentido pero que ancla al individuo a una identidad compartida.
Martin Eden es un joven marino que en su tosca, simple y humilde existencia, por azar se encuentra salvando de una paliza a un joven burgués que lo invita a su espléndida casa, a participar de un almuerzo a título de agradecimiento. Allí conoce a la hermana de la víctima, Elena, de la que queda prendado en el instante. Es a partir de ella, de esa suerte de inspiradora, que él le pedirá que le enseñe a pensar, a leer. Una especie de educación sentimental a la letra.
Es así que comienza la odisea, por qué no, en la que Martin se compromete, para llegar a conquistar a su amada, cruzando los mares de las escuelas, los maestros, los exámenes y, sobre todo, el océano que son para él los libros. El objeto libro lo irá llevando a costas tan fabulosas como peligrosas.
Si seguimos de la mano del director, la vida de Martin será esa navegación que nos exigirá cierta habilidad para mantenernos sin marearnos sobre el galeón que él dirige. Porque una de las peculiaridades del film es que no hay un escenario temporal definido, situado en un calendario italiano. Hay anacronismos entre la imagen y el sonido, los discursos y las épocas: se junta el fascismo con el anarquismo y el modernismo anunciado. Aquí es cuando este cronista aprecia que hay un personaje de la literatura que es evocado, tal vez sin saberlo, y es el de Jorge Luis Borges. Martin en momentos habla políticamente e ideológicamente como Borges. Ambos son entusiastas lectores de Herbert Spencer, aquel filósofo inglés de fines del siglo XIX que promovía una suerte de individualismo superado frente a la esclavitud del hombre ante el Estado. Porque Martin arranca su odisea con una bandera socialista, con la esperanza de que la educación acabaría con la pobreza (estupenda metáfora que es presentada cuando Martin recoge con el pan la salsa que queda en el plato) y de a poco, medida que comienza a escribir, irá virando hacia un anti comunismo y fascismo para exaltar hasta el grito, de libertad del individuo sobre el estado, plegado a un darwinismo evolutivo que lo hace desconfiar ferozmente de los movimientos colectivos, de clases.
Citando unas líneas de Borges para acentuar dicho semblante: “El más urgente problema de nuestra época (ya denunciado con profética lucidez por el casi olvidado Spencer) es la gradual intromisión del Estado en los actos del individuo; en la lucha con ese mal, cuyos nombres son comunismo y nazismo, el individualismo argentino, acaso inútil perjudicial hasta ahora, encontraría justificaciones y deberes” (Otras Inquisiciones, 1946).
El otro eje que los emparenta es el de la lectura. Porque la línea del amor y del deseo, el primero de la mano de Elena y de otras mujeres, se colisiona con el deseo de escribir, ese sacrificio que él está dispuesto a sufrir estoicamente, con el fuego bajo la mano mientras dura un poema. ¿Se aprende a amar? ¿Se aprende a desear? No hay escuela para eso. Porque él sabe que así como desprecia el trabajo, y con bastante de razón, apuesta a la lectura y la posterior escritura, ser un hombre de letras, aunque sea múltiplemente rechazado por las editoriales. Porque el escritor no trabaja sino que realiza una tarea con el lenguaje que lo somete, como un esclavo, pero sin amo humano. El amo es la letra que no lo deja en paz, que lo somete a sus imposiciones y sus embates, cuando es ella la que comanda y somete con un cierto goce. Porque la escritura, no es un contrato, siendo este, la única literatura a la que adhiere el capitalismo (Martin Eden dixit). Incluso es a través de la lectura que se construyen identidades o se de-construyen identificaciones.
Así es como Martin Eden descenderá a los infiernos cuando la fama y el dinero tan anhelado le lleguen finalmente a sus manos. Ese paulatino hundimiento, a la manera de ese galeón que él sueña o imagina, fantásticamente inserto en el film, es el camino ya sin retorno del alma de Martin. No habrá ideal amoroso que pueda con él. Es el eterno retorno de Nietzsche donde el autor ya no existe y vuelve el marinero matón ante la decepción que se avecina. Llegará a decir que el plagio no es un delito sino un honor. “La vida ahora me disgusta” es una de las frases más contundentes del apóstata.
Que nadie piense que, escribiendo, se salva el alma humana. Ni que no retroceder ante el deseo sea sinónimo de la felicidad idealizada. Por lo que el film nos muestra, la lectura primero y la escritura después, condenan al exilio y a la navegación por aguas infectadas de seres imaginarios. Sería más que interesante entablar un diálogo entre este cine y el de Pasolini, con sus elogios al mundo sagrado de los carenciados y su alejamiento de los partidos políticos por más revolucionarios que sean. Otro autor, escritor y cineasta afectado por la letra y finalmente desaparecido en su particular hundimiento.
Crítica: Mario Betteo
Edición periodística: Andrea Reyes