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“Las cercanas” de María Álvarez. Crítica.

Hay cercanías... y cercanías. 

Antes del estallido de la segunda guerra mundial, Walter Benjamin nos advirtió acerca de las consecuencias de lo que él llamaba “la pérdida del aura”. ¿Qué es el aura? Es “un entretejido muy especial de espacio y tiempo:  la manifestación irrepetible de una lejanía, por cercana que pueda estar”. Descansando en una tarde de verano y seguir la línea de las montañas en el horizonte, eso quiere decir respirar el aura de las montañas. 

Nos lo advertía porque  se presagiaba que la demanda de “acercarse a las cosas”, era una demanda tan apasionada de las masas contemporáneas, que pasaba por encima la unicidad de cada suceso. De la necesidad de apoderarse del objeto en su más próxima cercanía, pero en imagen y más aún, bajo la forma de una copia, en reproducción serial. Esto se ve claramente cada vez que tomamos una fotografía: por más fantástica que sea, nunca (por suerte) reemplaza o sustituye  a la mirada que tenemos de dicho  objeto. Una fotografía de un paisaje siempre es una copia imperfecta del paisaje. El aura viene a ser ese resto que se pierde cada vez que nos comprometemos a reemplazar la unicidad de un encuentro. 

Con este preámbulo quiero convocar a ver el documental de María Alvarez, “Las cercanas”. Estupendo ejercicio de adentrarse en la intimidad de una pareja de hermanas gemelas, Isabel y Amelia Cavallini, pianistas ellas,  exitosas en los años 60. Las cuales conviven en un pequeño y amontonado departamento de la ciudad de Buenos Aires. 

Además de un piano e innumerables objetos depositados algo al azar por todos los espacios vacíos de sus vidas, ellas no utilizaban celulares ni tenían computadoras. Una televisión perezosa y un teléfono de línea alcanzan para cubrir sus necesidades de entablar contactos con otros fuera de ellas. Además temían que toda conexión eléctrica que quedaba enchufada sin hacer uso del aparato en cuestión era un peligro y una amenaza de incendio. Visionarias del peligro de la vida cotidiana que un sistema omnipresente nos invita a estar siempre “enchufados”.

Todo el documental es una  especie de convivencia de una cámara que se trata de acomodar y seguir sus diálogos en el escaso espacio que hay entre ellas dos y sus objetos.

¿Qué clase de cercanía nos enseña María Alvarez? ¿Cómo se calcula, se mide, esa distancia invisible? ¿De qué cercanía nos hablan las Cavallini? Hoy por hoy, luego de dos años de un estado de excepción, se ha machacado hasta el cansancio que debemos respetar la “distancia social”, estar en modo “Zoom”,  tener encuentros virtuales  y luego ver si se puede “presencial” (otro eufemismo para decir “en persona”). 

Este documental nos hace entrar a un espacio y un tiempo en el que las dos hermanas se sostienen, una  con ayuda de la otra. Es un film que logra, a su manera, recuperar algo del aura de ese espacio social que configuran las hermanas Cavallini, Isabel “Yinga”  y Amelia “Coca-cola”. 

Habían conformado un respetado dúo de pianistas que incluso habían  vivido durante un tiempo en Cleveland, Ohio. No logramos saber qué las hizo volver a este país, a pesar de las recomendaciones en contra que recibieron. Ellas entienden que algo las hizo no escuchar esa recomendación y que la caída de ellas como artistas fue sufrida en Buenos Aires. Incluso sin que haya detalles mayores, Coca decidió un día, a pocas horas de un concierto, dar por terminada la carrera musical del dúo, sin consentimiento previo de su hermana. Estamos enterados que un hermano participó en ambas circunstancias.

Viven juntas desde siempre. De jóvenes eran casi indistinguibles. En el documental  no parecen como dos gotas de agua. Incluso ellas, a los 92 años, siguen sin estar muy seguras de quién es quién cuando les toca identificarse ante una foto o un cuadro de gran dimensión que está en la sala. El espejo le devuelve una imagen de sí que le hace decir a Coca “esto… ya no se puede arreglar más” y sigue maquillándose con esmero y picardía. 

Detengámonos por un instante en el documental: mientras tratan de hacer algo con sus dos muñecos de porcelana que son como hijos para ellas, una suerte de prótesis maternal ante vaya a saber qué amputación voluntaria,  por una desatención de Coca y de Yinga, el ‘Bebote’ se cae al suelo y se rompe la cabeza. Lo que nos interesa es tomar en cuenta la reacción de Coca ante la caída: grita “¡Siempre me dejás sola!”, se desespera, no sabe qué hacer, llora, invoca a su hermana como culpable de la caída.

¿De cuál caída? Esa partícula “siempre” es la que califica de manera absoluta, el tiempo de una soledad que se muestra en Coca cuando el accidente acontece. ¿A quién le está hablando Coca? ¿A su hermana Isabel? ¿Al Bebote? ¿A su propia madre que murió cuando ellas tenían 12 años? “Me dejaste…” es un reclamo urgente e imperioso de ser escuchado por nosotros, en una nueva cercanía con  su nuevo público. Porque de alguna manera,  María Alvarez y las Cavallini han producido una suerte de vuelta a la escena del dúo, que es más que un dúo, porque  hay un objeto entre ellas: el piano. No son dos pianos, sino como uno solo que las articula. Ellas tienen algo de siamesas.

Hablemos de los objetos. Por más que no queramos, estamos como espectadores rodeados de sus objetos, cientos, desparramados desordenadamente pero con un orden de lo circunstancial. La permanencia de los objetos, la cercanía que ellas tienen de ellos y ellos de ellas. La fragilidad de los objetos y la fragilidad de los cuerpos de las hermanas, en su tenaz empeño de seguir viviendo y recordando todo lo que puede ser registrado por fotos, cuadros, partituras. Objetos libidinizados, en cambalache, memoriales, una acumulación desesperada de objetos que no se mueven solos sino de la manos de ellas, que reposan a la espera del más allá. Ellas tienen sus intersticios casi completamente ocupados por los objetos de adorno, la ropa, los enchufes, y así en una colección sin fin. No hay lugar sin objetos. Se extraña el vacío. 

Además está el piano. No es un objeto cualquiera. Es el alma de ellas. Es el que como un cuerpo muerto, es desarmado para ser retirado del departamento (comienzo y fin del documental) a la manera de un deudo, de un  monumental cuerpo que estaba en el mismo estado de mal funcionamiento como ellas hablan de sí mismas. Ese objeto que le hace decir en cierto momento a Yinga “Yo me comunicaba con él” y no justamente por internet ni a través de aplicaciones. 

Pero eso ya no sucede, porque las manos y la memoria de Yinga son descendientes de las teclas pegadas y de la desafinación del instrumento. Tocan el piano como si fuesen principiantes, cuando  en otros tiempos habían sido excelencias. Su caída  produjo ese espacio reservado a sus cercanías,  a  sus fantasías compartidas, a su ideales vacíos de contenido. Y al mismo tiempo, conservan una vitalidad, un humor, un desplante y un desafío hacia la modernidad, que las convierte en una especie de revolucionarias del siglo XXI. 

“Las niñas” fue una obra escrita para dos pianos por Carlos Guastavino. Ellas la interpretaron como nadie (según palabra del autor) porque era como si la hubiesen re-escrito a la hora de grabarla. El documental de Alvarez de alguna manera también re-escribe, no la música, sino un relato histórico familiar en un tiempo presente de interpretación. Que convierte al cine en un arte narrativo que re-escribe, sumando algo donde  la reproducción técnica ha producido una pérdida de aura. 

El encuentro de Coca con esa audición de “Las niñas” llena la pantalla de una llanto que no es de dolor por una pérdida, sino por el hallazgo, la emoción despiadada del encuentro  de un objeto que solo ella escucha. Ese objeto que se aloja en el horizonte mismo de su propia vida, singular en este caso, sin la complicidad amorosa de su hermana que no está. Hay cercanías… y cercanías. 

Bien valen los reconocimientos sociales que ha recibido este film. No es para todo público (a algunos les resultó algo insoportable). Porque no todos los días se puede apreciar un testimonio crepuscular de la vida de dos hermanas de la música.  

M.B.

Critica por: Mario Betteo.
Edición: Francisco Mendes Moas.
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