Ambas películas de Netflix comprenden un mismo tema, objeto; lo que permite una comparación muy útil a la hora de hacer lecturas críticas desde la perspectiva psicoanalítica cinéfila de Mario Betteo. Siempre es una buena ocasión cuando en un sistema de streaming (Netflix en este caso) aparecen dos films que tratan de un mismo asunto, tema, objeto; ya que permite una comparación muy útil a la hora de hacer lecturas críticas. En este caso, se trata de dos películas de dos antípodas cinematográficas para tratar acerca de la música y sus parámetros, sus alcances y su transmisión: “El discípulo” de la India (2020) de Chaitanya Tanhane), y la cinta francesa “La última nota” (2019) de Claude Lalonde. Nada más desigual que el tratamiento del asunto-música.
“El discípulo”, aunque es de larga duración (2:15 horas), tiene ese tratamiento exótico para nosotros, costumbrista, en una lengua que desconocemos, pero donde se transmite la intensa, aunque no dramática, relación entre un joven músico, apasionado por el canto clásico que se cultiva en la India y su maestro gurú de quien espera permanentemente la aceptación, la enseñanza, pero sobre todo el reconocimiento; el empujón que le permita considerarse él, como talentoso.
Merece un párrafo aparte describir de qué tipo de música se trata. Las ragas son parte esencial de la música de la India. No están basadas en la armonía sino en una melodía de una sola voz que es variada en cada ocasión, a partir de las 5 o 7 notas del tema original. Se trata de no repetir sino de inventar, de hacer impredecible el destino, de melodiar digamos, explorar con la voz, usando la laringe y la lengua para producir reverberaciones, vibratos, sonidos de difícil ejecución. No se trata de un malabarismo vocal, sino de un ejercicio performativo. Incluso en el caso que nos muestra el film, es sumamente importante la gesticulación de las manos a la hora de cantar una raga. Las vocales son usadas para estos melismas y esta música es algo así como el borde que pone en contacto al ser con el más allá.
La música es lo imposible de describir. Hay que olvidarse del público para lograr que salga del cuerpo esa música que transmite algo sin palabras.
Es desde este contexto que el film sitúa el asunto central, la historia del discípulo (y la disciplina), que quiere por todos los medios superar a su maestro y además sucede al comienzo de la aparición de internet y los sitios donde se promociona y se propagandea la música. El discípulo no solamente debe de vérselas con un saber del maestro sino con un medio que populariza justamente eso que no es popular.
El film también es una experiencia de la que no hay que pretender sacar enseñanzas o proverbios morales. Es el tiempo necesario para llegar a algún lugar. “La última nota” (“Coda” en el original) propone algo totalmente distinto, bajo el amparo de toda la historia de la música occidental europea. Es un film con pretensiones de enseñar acerca de lo inexorable, lo insensato, lo fuera del sentido de la música, pero que hace agua a la hora de mostrárnoslo.
Henry Cole (Patrick Stewart) es un afamado pianista que sufre momentos de interrupción, como un hipo en algunos de sus conciertos, donde pierde el hilo de su ejecución. Esta es la parte trágica y dramática de su vida que a medida que corre el film, nos vamos enterando que redobla eso ciertas tragedias personales. Una periodista, Hellen Morrison (Katie Holmes), es quien viene a su rescate pero que vemos venir su destino al lado del músico. Adolece de un exceso de erudición (Nietzsche, Schumann) que parece que está al servicio de colocar a la música como un espacio casi extático y así la historia se pierde, se hace larga, parece que nunca llegaremos a la “coda” (última parte que resulta el final de ciertas obras).
Desde el punto de vista psicoanalítico cinéfilo, hay en ese film un abuso del uso de la música y algunas acciones alrededor dentro de un plano de simbolismo, de representación, de significado, con demasiados guiños y golpes a la emoción a partir de nuestros hábitos sensibleros. El momento que se separa de eso es cuando aparece “la roca” (no confundir con el personaje norteamericano), la piedra de la montaña, lo inamovible, lo “eterno”; eso que siempre está en el mismo lugar y que salvo hacerla estallar con dinamita, nos proporciona la escala de nuestra humanidad. El silencio de la roca hace de la música su resonador. La música tiene algo de horror, ya que incluso se la ha usado para las experiencias más sórdidas y brutales, como para acompañar al exterminio nazi o la evangelización a sangre y fuego del continente que habitamos.
Sublime y horrorosa, me falta algo cuando no la escucho y si la escucho, entonces empieza realmente a faltarme algo. En ese punto es que ambos films se encuentran, aunque por el momento, debemos elegir seguir al discreto discípulo más que acompañar al divo en sus lujos y fatalidades.
Crítica: Mario Betteo
Edición periodística: Andrea Reyes