No cabe duda que tenemos en Mariano Llinás, a un artista del cine de singular y sorprendente producción. Nadie puede desestimar que “Historias extraordinarias” (2008) es una de las mejores películas del cine argentino. Porque es de un director que empuja los límites del cine, los saca de ciertos lugares comunes de narrativa y de producción, es un corajudo y sutil artista de la mirada. Hoy nos muestra su nueva aventura, un documental que se filma a sí mismo, “Corsini interpreta a Blomberg y Maciel”. Podría considerarse, a la luz de “La flor” (2018), como un film “menor”, como cierta literatura de Kafka, que se envuelve a sí mismo creando sorpresa y ciertas incomodidades.
No voy a resumir el film, sino más bien, dejarme llevar por algunos cuadros y por su propuesta. El volver a grabar milongas costumbristas referidas a la época del gobierno (¿o tiranía?) de Juan Manuel De Rosas, popularizadas por un cantor (Ignacio Corsini, 19891-1967) prácticamente ignorado por el gran público. Dicen que Corsini cantaba mejor que Carlos Gardel. Con ese pretexto, Llinás y cía, se proponen interrogar ese extraño sintagma llamado “ser nacional”. Un dato clave es que fue realizado durante un período excepcional de estos tiempos, la pandemia y la cuarentena social a raíz de la presencia de un virus, lo cual le da al documental, un plus de realidad/irrealidad, una especie de túnel del tiempo con aquellos años de 1840.
La cámara de Llinás no solamente se aloja en un improvisado estudio de grabación, sino que se lanza a recorrer la ciudad de Buenos Aires. Ciudad y calles a veces totalmente fantasmales, evocando o la peste de Camus, o algún estado de sitio de los tantos que hemos experimentado en esta convulsionada región del planeta. Calles solitarias, policías recorriéndolas, y ellos, un puñado de locos que dentro de un descuidado auto narran las peripecias de salir al encuentro de los lugares y edificios que esas milongas e historias célebres alojan en sus letras.
¿Ha concluido el tiempo del terror? Parece como si un bucle del tiempo hubiese arrastrado a la modernidad a un estado de antigüedad, cápsula del tiempo orwelleanas. Estos intrépidos pasajeros se zambullen en los libros y las enciclopedias para saber, como si fuesen de otro planeta, de qué hablan esas milongas, cuales son sus territorios, sus amores, sus muertes, las directivas atroces que llevan adelante los que se hacían llamar “la Mazorca” (la policía secreta de entonces, antecedentes de la SS o de la AAA), el color de la sangre tiñendo las pasiones y las flores.
Mujeres asesinadas por amor y por odio al gobernador de todos los gobernadores, Rosas, el “Restaurador”. Porque finalmente, todos, federales y unitarios están manchados con la sangre de sus atroces ofensas en defensa del dominio del territorio. Conforman una feroz mezcolanza indistinguible, de discutible diferencia. Los burgueses de la época (y de esta) se aliaron sin asco en alguno de ambos bandos.
Convengamos que Llinás también nos propone recorrer el tiempo y el espacio de esta ciudad, Buenos Aires, que es una ciudad “barroca” por excelencia. Con este adjetivo la califico, porque es una muestra de pliegues sobre pliegues, de un adorno sobre otro adorno, de una forma que se engalana de curvar las curvas, y así… hasta el infinito. Pliegues y repliegues de la materia y del alma, es decir, de los seres que la pueblan, que hablan desaforadamente, que despliegan su erudición, sus saberes, sus opiniones, en cruces discursivos que generan algo así como un interior sin exterior y un exterior sin interior. Todo es materia de discusión al mismo tiempo que es el elogio permanente a los excesos de la historia. El barroco porteño.
Llinás por momentos satura la pantalla de repeticiones que parecen a veces innecesarias; exagera su curiosidad por el hecho mayúsculo de esa época, en términos de terror, odio y amor en la figura de Camila O’Gorman. Extrema la tensión al querer situar a los protagonistas muertos y vivos, en dos bandos: ¿opuestos o replegados uno sobre el otro? El problema es que Llinás insiste en querer ubicarse en un punto medio, equidistante, ese que no existe, sino que es una pura y tibia ilusión política. Lo vemos también en algunas de sus actitudes frente a la cámara: a veces con barbijo puesto y otras sin él, así como otros (los músicos guitarristas nunca lo usan) y los técnicos siempre, a pesar de estar todos en el mismo espacio. El adentro es el afuera. El afuera es el adentro. El miedo nos ha contagiado.
Buenos Aires, la cabeza de Goliat (Ezequiel Martinez Estrada) pasa así a ser un semblante de esta capital del capital, que ese estupendo libro de Estrada la describe a la manera de un “flaneur”, quien recorre sus calles y sus relatos para intentar dibujar el palimpsesto que es esa ciudad. Volviendo al barroco, con sus pliegues oscuros impide que escape la luz y es como un túnel mal iluminado, que se traga a quien lo habita. Así como las montañas y los bosques también son de alguna manera barrocos, pliegues sobre pliegues, perderse caminando por Buenos Aires no resulta lo mismo que en la montaña. Esta última, requiere de una cierta educación.
De pronto, como si un diluvio nos cayera en la cabeza, empezamos a contemplar que lo que estamos viendo no es solamente un serio esfuerzo por recrear los núcleos invisibles de la patria. Sino que aparece una bizarra farsa, una charada, una especie de programa de Saborido y Capusotto, ampliado, exagerado, desaforado (así como le gusta a Llinás ponerse frente a la cámara y al micrófono) produciendo una suerte de broma infinita acerca de la historia y sus relatos.
Un ejemplo: la muy graciosa y obsesiva (insistente) discusión acerca de si lo que se escucha en una de las milongas es la palabra “infernal” o “invernal”. Debate obstinado y feroz entre todos, que nunca termina y que nadie sabe cómo comenzó. Federales versus unitarios… ¿Otra vez? No se matan entre sí debido a que se saben cómplices del mismo rasgo que los reúne: la amistad entre hombres.
Mariano Llinás nos produce la sensación de alojar la mayor de las seriedades junto con el desopilante talante de quien se sabe que está a un paso delante de nuestras ocurrencias y que se atreve a proponer un cine sin timidez, porque sabe, de alguna manera, que todo ya está perdido. Cosa de pocos: solo de aquellos expuestos a semejante y decidida lucidez.
M.B.
Crítica por: Mario Betteo.
Edición: Francisco Mendes Moas.